Por: Tatiana Restrepo*
Colombia, ocupa el primer lugar en especies de aves y orquídeas.
El segundo en plantas, anfibios, mariposas y peces de agua dulce.
EL tercero en especies de palmas y reptiles.
Y, el cuarto lugar en mamíferos.
Con toda esa biodiversidad alrededor, se nos puede llegar a olvidar el otro tipo de diversidad que nos rodea, la cultural. Si bien en Colombia todos somos producto del mestizaje, en nuestra cotidiana multiculturalidad tendemos a olvidar a aquellos que se integran de manera diferente a la nación, los que reconocemos como “otros”. El lenguaje políticamente correcto nos ha otorgado bonitas etiquetas para referirnos a ellos: “otros” grupos poblacionales, “otras” etnias, “otra” cultura, “otra” raza. La historia los tiende a mencionar de otra manera: minorías.
El terminó minoría no parece inherente despectivo, pero lo es. Porque cuando reducimos un grupo poblacional bajo el término paraguas de minoría, nos sentimos reivindicados en nuestra ignorancia, si son pocos no es tan grave que sean olvidados, asesinados, acallados.
Pero “las minorías” son personas, son 2.950.072 afrocolombianos, 1.905.617 indígenas, 25.515 raizales, 6.637 palanqueros y 2.649 gitanos. En total alrededor de 4.900.000 colombianos que la historia no ha reivindicado y que se merecen más que una estadística.
Sin ánimo de despertar la culpa que como comunidad deberíamos sentir, es necesario ser conscientes que este problema no es nuevo, ni únicamente nuestro. Hace 518 años un colonizador español llamado Rodrigo de Bastidas divisó una bahía al norte de la costa atlántica de américa del sur, él la “bautizó” Cartagena y hoy aun la llamamos así.
Ahora bien, si pudiéramos preguntarle al Sr. De Bastidas por qué se sintió con autoridad suficiente para nombrar una costa de un país que no era el suyo, la respuesta se me ocurre a mí, pudiese haber sido bastante obvia “Por qué yo lo descubrí, por supuesto”. Y dicha respuesta tal vez nos hubiera sonado familiar, pues aún hoy, solemos hablar sobre fechas como el 12 de octubre de 1492 y el periodo histórico subsecuente como el “descubrimiento de América” pero desde la definición misma de la palabra “descubrimiento” nos encontramos con un término más bien equivocado, en este contexto “descubrir” se utiliza en el sentido “hallar lo que se desconoce, lo escondido, deshabitado” y el problema es que ese no era el caso, pues estás tierras no estaban ni deshabitas, ni eran desconocidas, al menos, no para aquellos que las habitaban. Se puede decir entonces, que al igual que utilizamos el término “minoría” para desestimar la importancia de ciertas poblaciones, utilizamos el término “descubrimiento” para hacer más agradable un periodo de la historia, que de agradable, tuvo muy poco.
La conquista o la toma por la fuerza del continente americano fue un periodo largo y complejo que en el caso particular de Colombia comienza en 1533 con la toma de la bahía de Cartagena de manos de los Indígenas Calamarí y termina aproximadamente en 1819 con el proceso de independencia. Los casi 300 años de dominio español entre estas fechas, aunque violentos no fueron desorganizados, existió un compendio de reglas pensado específicamente para la administración de los territorios coloniales: las leyes de indias.
Las leyes de indias constituyen un conjunto de normas emitidas por la corona española para el control de sus territorios coloniales y se encontraban ampliamente respaldadas por un sistema de administración y gobierno político-religioso bien estructurado; encabezado por el virrey representante directo y descentralizado del rey. El virrey a su vez designaba gobernadores territoriales y paralelamente era acompañado por el poder religioso de la iglesia católica y su órgano de persecución la “santa” inquisición (que de santa no tuvo mucho).
De tal forma, las leyes de indias se convirtieron en el ordenamiento jurídico que regulaba todos y cada uno de los aspectos de la vida colonial, desde las disposiciones tributarias y organización territorial hasta la educación y prácticas religiosas, dejando en claro en cada uno esos ámbitos las divisiones poblacionales necesarias, por ejemplo, desde el punto de vista de la división administrativa el territorio se dividía en provincias, y dentro de éstas provincias se distinguía entre las ciudades de españoles (como las provincias de Santa Marta y Valledupar), y los llamados pueblos “de indios” (como los de los alrededores de la provincia española de Santa Fe: Chía, Zipaquirá, Usaquén) éstas divisiones demuestran que si bien inicialmente el derecho de indias pretendía ser un factor homogeneizador para los territorios coloniales no extendía esas mismas pretensiones a la totalidad de los grupos sociales sobre los cuales pretendía gobernar. En un principio, la excusa fue la misma diversidad de contextos políticos, geográficos, sociales y económicos la que supuestamente obligó al derecho de indias a convertirse en casuístico, aplicado de manera diferente a cada circunstancia e individuo, pero ese afán de flexibilización que distinguía entre razas, género, religión, estatus, y oficio, en lugar de humanizar el derecho de indias lo que terminó por lograr fue acrecentar las distinciones y los procesos discriminatorios ya presentes en el territorio.
Pero la revolución se habría paso en el continente y eventualmente, alcanzó también a los criollos neogranadinos. Se podría pensar que con la llegada de independencia política para el territorio se alcanzaría también una grado más eficaz de autodeterminación y derechos para todos los habitantes de lo que hoy llamamos Colombia, tristemente, este no fue el caso, las leyes criollas en muchos aspectos no hicieron más que perpetuar el modelo legal preexistente, y pesar de la divulgación de los derechos del hombre y del ciudadano, nos tomó 30 años de independencia declarar la libertad para todos los esclavos colombianos ( El 21 de mayo de 1851).
Y con respecto a las comunidades indígenas, lo más cercano a legislación especial fue por mucho tiempo la Ley 89 de 1890, la cual determinó que “los salvajes” debían ser asimilados a la “vida civilizada”, en los términos a su artículo 5°: “las faltas que cometieron los indígenas contra la moral serán castigadas por el gobernador del Cabildo respectivo, con penas correccionales que no exceda uno o dos días de arresto”. Esta visión que borra cualquier tipo de capacidad de autodeterminación o independencia para las comunidades, continúo siendo la posición prevalente hasta bien entrado el siglo XX cuando, la Sentencia C-139 de 1965 finalmente declara inexequible el mencionado artículo. Solo ahí, 114 años después, se empiezan a sentar en Colombia las bases para finalmente aceptar que las comunidades indígenas habían tenido siempre la facultad para dirimir sus conflictos internos, concepto que no se reconocería en realidad hasta la promulgación de la constitución de 1991, que en virtud de su bloque de constitucionalidad, y la Ley 21 del mismo año, aprueba el Convenio 169 de 1989 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), señalando la responsabilidad que tienen los gobiernos con desarrollar la participación de sus pueblos a través de acciones coordinadas y sistemáticas que garanticen el respeto de su integridad, asegurando la igualdad, la plena efectividad de sus derechos y la eliminación de barreras incompatibles con su forma de vida.
Por su parte, la carta política colombiana reconoce el derecho de autodeterminación a sus pueblos indígenas en su artículo 246, el cual establece la jurisdicción especial indígena como la facultad que tienen las autoridades de dichos pueblos para resolver conflictos internos de acuerdo con sus propios procedimientos, usos y costumbres. Esta disposición es el principio del llamado pluralismo jurídico colombiano, puesto que la autonomía otorgada a estas comunidades tiene un alcance no sólo jurisdiccional sino también legislativo por cuanto se prevé la posibilidad de creación de “normas y procedimientos” contemplando su alcance, más allá de los asuntos punitivos, asuntos relacionados con el medio ambiente, educación y salud. Convirtiendo en muchas ocasiones a las comunidades indígenas en verdaderos árbitros, mediadores y guardianes de la justicia en casos de violencia, corrupción, explotación ilegal de recursos naturales, etc.
No obstante, el ordenamiento jurídico determina también los límites de la jurisdicción especial, las facultades jurisdiccionales de las autoridades indígenas se realizan conforme a sus propias normas y procedimientos, siempre y cuando, estos no sean contrarios a los principios y disposiciones Constitucionales y legales vigentes. Algunos de los derechos que la Corte Constitucional ha reconocido como límites al ejercicio de esta justicia especial son: la vida, la integridad personal, el debido proceso.
En este orden de ideas, podríamos decir que el multiculturalismo dentro de las formas de asociación estatales no es ajeno a la paradoja de la unidad cultural de un país versus la conservación de la diversidad cultural de las minorías. Pues a pesar del afán reivindicativo manifestado en la Constitución del 91 con respecto a la diversidad cultural, que consagra expresamente como principio de orden constitucional “el reconocimiento y protección de la diversidad étnica y cultural de la Nación”, no solo reconociendo la existencia de grupos étnicos diferenciados sino otorgándoles a sus comunidades jurisdicción, las críticas no faltan. En todo el territorio nacional habitan 102 comunidades indígenas, el 70% de ellas se encuentran en peligro de exterminio, Colombia reconoce la jurisdicción indígena pero no les otorga presupuesto, establece que las comunidades deben ser consultadas en materias relacionadas a la explotación de su territorio pero no les concede herramientas reales para defender su posición cuando se oponen, mientras que algunos de los otros grupos étnicos colombianos como la comunidad ROM carecen siquiera de ese nivel de reconocimiento.
Entonces a pesar de los avances que el estado de derecho trajo consigo en materia de derechos humanos y de la lucha contra la discriminación y preservación de la diversidad cultural, persisten aún grandes disparidades entre las comunidades que reconocemos como “minorías”, y el resto de los que nos denominamos colombianos.
Así pues, a empujones y regañadientes avanzamos en este país diverso hacia un futuro que en ocasiones parece más amable para unos que para otros, sin saber bien si las políticas que albergamos para proteger a las minorías son suficientes o efectivas; o ignorando por completo que el racismo y la opresión no son expresiones aisladas de individuos particulares, han sido siempre parte integral de todos los ámbitos colectivos, disfrazados de incidentes individuales, pero siendo el producto directo de configuraciones institucionales que consciente o inconscientemente rechazan y dificultan la vida de determinadas comunidades o individuos, que consideran otros, extraños, ajenos a sí mismos y por ende, irrelevantes.
*Politóloga y Egresada del programa Derecho de la Universidad del Norte con énfasis en Derecho Internacional e investigación.
留言